Y ella, que
era tan linda, ahora tenía los labios arrugados, y en la piel ajada se podía
ver aquel desastre, aquella catástrofe, la marca, la herida del día fatídico.
Un barco
encalló en su comedor. Entró por la ventana, arrasó con todo y desparramó cuerpos
hinchados y cueros cabelludos y zapatos y ropa y perros.
Ella lloró,
caminó entre la debacle, miró al cielo que ahora sí era un agujero, por el que
los dioses la miraban de reojo. Caminó, pobre mujer, tan sola con su alma, y a
su paso fue dejando –como una serpiente que muta- pedazos de piel que fueron
devorados por la tierra burbujeante, devastada, y convertidos en abono inútil,
ya que el suelo ahora era estéril.
Salió de esa
casa, de la ruina, y entre ruinas arruinadas caminó sin rumbo aparente, sin brújula,
sosegada, por caminos que ahora no podía reconocer.
Un perro la
siguió y también una sombra, pero ajena, porque no era la suya. Una lluvia
ácida destiñió las cosas y dejó marcas en su cuerpo maltratado, lejano y la fue
deshaciendo hasta la inconsciencia.
Larga es la
despedida de todas las cosas cuando los recuerdos flotan en agua lodosa.
No importa que
no haya mañana ya. No importa el sol. No importa el agua.
Ahora todo es
cósmico otra vez, y a lo lejos algo brilló y era su alma que ya se había separado,
y le llevaba metros de distancia.
No importa el
mundo hoy. No importa el mundo ya. Porque ella se deshizo y es parte y es nada.
Ella… que era
tan linda.
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