viernes, 22 de febrero de 2008

Por sobre mí

De un raspón que se raspó varias veces, friccionando mi piel aguda, surgió una ampolla que se cargó de un agua dolorosa, que emanó de mi cuerpo casi de manera milagrosa, como cuando una manzana se pudre y aparecen de la nada mosquitos y hongos que se aprovechan carroñeramente de la muerte inminente de la fruta que empezó a morir desde el momento mismo en que fue arrancada.
Una telilla transparente, de tegumento delicado, recubre la ampolla, que como un globito se mece en el lado izquierdo de mi pie. Sé que en algún momento eso va a sanar, va a reventarse y entonces otra vez recuperaré mi anatomía. Pero ahora no puedo dejar de preguntarme qué función tiene esa dolencia, esa anomalía alojada en una parte de mí, de mi raro cuerpo, maravilloso y raro, que reacciona involuntariamente ante agentes extraños que amenazan con hacerme daño.
Las cosas que pasan, cada día, cada minuto. Lo que ignoro: las células que mueren, las neuronas que se apagan, lo que se obstruye, lo que circula, lo que envejece, lo que crece (el pelo, las uñas), lo que se regenera, cómo trabaja el estómago, los ácidos que se producen, lo que se desecha, lo que vaga incansable por la sangre una y otra vez hasta completar los recorridos, el corazón y los otros músculos, el agua de los ojos, las muelas picadas, los jugos gástricos, el azúcar, la sal, el hierro, las bacterias, los virus, los anticuerpos.
Todos los días en mí se libran batallas.
Yo me levanto, me peino, tomo agua.
Camino quejándome de la nueva ampolla, que pronto se va a ir sin dejar huella, pasando, sin sentido, pero dejándome una pregunta: ¿para qué? Haciéndome pensar en el paso de los días, en mi próximo cumpleaños, en el tiempo incansable, en mi cuerpo cansado.

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