viernes, 10 de abril de 2009

Las viudas del mar


El pueblo de Guiraldes espera con ansia a sus hombres. Las callejuelas que llevan al puerto han sido decoradas por las manos laboriosas de las mujeres que durante la primavera han estado juntando flores. La larga y eterna primavera. La eterna espera que dio como fruto las miles de coronas y guirnaldas de florecillas disecadas que hoy adornan las veredas.
Las horas se van en preparativos. Los niños corren entre mandaderas y recados. Las abuelas cocinan suculentos platos en las barrigas de los hornos a leña. Las mujeres, “las viudas azules” –como las llaman- se apuran a terminar con los últimos detalles de la fiesta, para luego ir a probarse sus vestidos nuevos, los vestidos coloridos, las telas suaves.
Se acerca el momento en que la “gran fragata” tiene que llegar para devolver lo que se robó hace algún tiempo atrás: los muchachos imberbes y los padres de familia, los viejos lobos de mar y los abuelos.
Una sirena suena. Las mujeres revolotean como pájaros y en bandada corren agitadas hacia la costanera. A lo lejos se ve un barco, un barco grande y de madera.
Una comadrona que mira con binoculares da una señal de alerta. Se enfilan las otras con obsequios y canastas con alimentos.
Aguardan expectantes.
Alguien hace dudar al resto. Tal vez no sean ellos.
Las mujeres, como un ejército de figurillas de cera, permanecen quietas, con su mirada a lo lejos, perdidas, en mitad del océano.

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