martes, 2 de octubre de 2007

Afuera es peor

Entonces sube los peldaños crujientes de madera podrida. Las ratas y las otras alimañas se escabullen debajo, como si pudieran reconocer de quién se trata. El orden y la quietud que se habían establecido en esa casa por años, se rompen con los pesados pasos de sus zapatones ortopédicos. Un polvillo se levanta y lo hace toser. Se detiene en el rellano, continúa con dificultad y abre la puerta que no tiene traba ni llave. Él sabe porqué.
La casa ahora parece abandonada. Está silenciosa, pero por momentos se oyen extraños sonidos que no pueden identificarse, como de animales o cosas que andan por las paredes o los techos.
Los muebles están en su lugar, intactos. Hacia el fondo se ve una mesa tendida como si alguien hubiera comido recién. Los portarretratos con las fotos de la familia, están invertidos. Así las caras no pueden reconocérseles. El también sabe porqué el detalle es importante.
La puerta del baño está ligeramente entornada. Teme abrirla, pero lo hace y adentro no hay nadie. Pareciera que alguien hubiera estado usando el agua recientemente. El aspecto de la casa por dentro no se corresponde con lo que se ve por fuera. El adentro y el afuera nunca se corresponden.
Sigue escuchando ruidos. Enciende una linterna. Sube las escaleras internas. Sabe que llevan a los cuartos. Arriba el silencio es absoluto y asusta el frío que hace en las habitaciones. De una de ellas, sale una música como de los cincuenta, aparentemente de un tocadiscos. Se acerca con cuidado hasta la puerta y el sonido se desvanece. Entonces retrocede confundido, y atraído, porque ahora escucha que en el salón principal de abajo alguien parece estar riéndose. Se asoma y no ve a nadie. Ahora la risa también desaparece. Baja entre entusiasmado y temeroso. En la cocina se oyen ruidos de platos. Se encuentra ensordecido. Parece que la casa tomara vida, o parece que hubiera vida en la casa. Teme que sea por él. Entonces se sienta en la mitad de la escalera y empieza a recordar un pasado lejano y llora largamente. Olvida para qué había venido.
Quiere irse, pero no se anima. Algo lo atrae, lo ata, lo inmoviliza. Quizás sienta culpa. Camina con paso cansino y se acerca a una ventana con cortina rota. La mueve con su mano izquierda y ve un jardín muy descuidado. El pasto está alto y los yuyos han invadido la fuente y los bancos. Esa imagen lo perturba. Entiende algo. Trata de recordar cuál era la puerta que llevaba al jardín. La casa es grande. Camina y se tropieza. Se ha lastimado una pierna. De un raspón le sale sangre. Se impresiona. En su cabeza une partes. Alguien parece estar en el comedor. Gira su cabeza: nadie. Era por el garage, sí, o por el costado de la cocina más pequeña. Ahora los ruidos de adentro lo atormentan. Quiere salir, pero no al jardín. Pero sí, hay que ir al jardín.
Sale.
Allí la tierra está rara, como amontonada. La casa desde este lugar se ve más siniestra, o es él, el que se ve así estando afuera. Llora arrepentido. Ahora sí, quiere salir, desea tener la fuerza para correr como aquel día. ¿Por qué volvió? Tiene miedo, de quedar loco tiene miedo. ¿Por qué lo hizo? Mira la tierra removida, los vestigios desgastados de la cinta policial, la hamaca rota. No hubiera querido estar allí, no en este momento, ni antes. Pero el tiempo no vuelve atrás, o sí, y ahora puede enfocar esa imagen: la de los gritos y la sangre. La lluvia y la pala. El pico. Las bolsas plásticas.
Se tira al suelo y desgarra la tierra con sus manos. Eso no había tenido que ser así. Hace un pozo. No los encuentra. Pide perdón. Mira la casa, a las ventanas, a la de los cuartos, como queriendo encontrarlos ahí como antes, como esa noche, caminando naturalmente, yéndose a acostar.
Pero el tiempo no vuelve. La casa está apagada. Afuera y adentro ahora son lo mismo. Ya no hay lugar adónde estar. Entonces mete la cabeza en el pozo, como esa noche, sólo que esta vez, no huye.

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