miércoles, 3 de octubre de 2007

El accidente


Como no fui por allí, ni tampoco por ahí, alguien vino y me atropelló. Es decir, tengo que explicar: yo no podía tomar una decisión, mi mente no estaba clara, entonces hice una maniobra, rara, “confusa” le dije después al oficial que miraba meditativo mi cuerpo dislocado en medio de la acera. El tipo vino de un lugar como fantástico, es decir, yo no lo vi, pero porque no estaba allí antes, lo “pusieron”, lo enviaron, pues ahora que lo pienso no puedo recordar en qué vehículo se trasladaba él. Es como que apareció. ¿Cómo que apareció? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Apareció? “Sí, eso dije”, creo que dije. Que-no-estaba-ahí-antes-que-yo. Eso es claro, me dijo el oficial. Sino, hubiera sido usted quién lo hubiera envestido a él. Así que se determinó que fue él, quién me “envistió”, aunque nadie quiere escuchar mi parte del relato, la más triste y conmovedora: que yo a ese hombre no lo vi, y que esa no es una manera de excusarme, sino que es la pura verdad.
No perdí la memoria: salí de mi casa cerca de las diez de la mañana. En la calle no había demasiados autos, ni aire, hacía frío, pero recuerdo que pensé que me faltaba el aire, es más: tengo vívida la sensación del dolor del aire frío entrando por mi nariz, el pecho agitado, los pulmones como rechinando. Cuesta mover la bicicleta a esas temperaturas y con la calle en subida. Yo estaba agitada, y tal vez apurada, y no paraba casi en las esquinas porque… ¿No paraba casi en las esquinas? No pero… ¿Entonces se puede decir que iba sin ver? No, no, yo iba mirando todo. Estaba atenta. Siempre voy mirando el detalle de las casas, y soy cuidadosa con los otros transeúntes y objetos y vehículos que circulan, es decir… Sí, sí, pero eso no responde mi pregunta, dijo el oficial afinándose el bigote, a la vez que movía con su bastón mi brazo en varias partes astillado. Yo traté de moverme, o creo que lo hacía al recorrer con mis ojos las botas del oficial y los otros zapatos de las otras personas que se habían acercado a ver el accidente. No, no. No perdí mi conciencia, ni la memoria. Puedo explicar todo cómo fue. Hasta recuerdo las sensaciones que tuve al ser arrojada. ¿Arrojada? Señorita: usted no fue arrojada. Sí, sí, esa es la palabra. Él me atropelló, y luego volé por el aire. Caí unos metros hacia aquí. Es mi verdad de los hechos. Sólo falta resolver cómo es que se cruzó conmigo. Juro que la calle a esa altura estaba vacía, no había otros coches, ni gente. Estaba sola, puedo recordar el silencio de la soledad a esa hora. Sola, y en silencio, que tal vez se haya podido perturbar por el ruido de mi cabeza, porque yo me equivoqué, yo en un instante dudé qué hacer, qué camino tomar, o si retroceder (creo que quería retroceder) y el accidente fue mi castigo, un castigo divino digo yo, porque ese hombre antes no estaba. Y mientras decía esto, iba dejando de ver al oficial, que tapaba cuidadosamente mi cuerpo con una bolsa plástica. “Que se la lleven”, escuchaba lejano. Yo seguía parloteando allí adentro, pero en vano, porque ya nadie me oía.








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