martes, 2 de octubre de 2007

Lo que siempre estuvo frío

Lo que siempre estuvo frío
(Mención Especial Certamen de narrativa "Gustave Flaubert" 2007)

En la gran luz acuosa que lo envolvía, flotaba hacia él una cara de muerto hacia arriba: una cara de muerto con sus mismos ojos ligeramente saltones abiertos: la cara de su madre muerta, como la había visto por última vez, con los ojos blancos abiertos sobre la almohada blanca, y vacía hasta de su amor por él.
La miró tantas veces, hasta sumergirse, literalmente, en la bañera que la contenía. Le dio un beso mojado y sintió el espanto de lo frío de la piel. Entonces, metió también sus manos y la abrazó. El cuerpo parecía lleno de agua, pesaba toneladas. Mamá, mamá.
Los ojos intactos.
En la habitación hacía frío, hacía horas
que
estaba solo,
con el cuerpo.
Y no se había dado cuenta de que la noche había caído.
La luna había salido sin ella.
Las estrellas brillaban igual.
La habitación ahora estaba helada. El silencio sepulcral, por momentos se cortaba con el sonido del agua, cuando él advertía todo y movía a la mujer incansablemente como queriendo despertarla.
O cuando lloraba.
Gritaba, como un bebé,
como antes,
esperando que su madre lo cargara en brazos para sentir el alivio. Pero las manos estaban desparramadas hacia los costados, inertes, inmóviles y frías.
FRÍAS. FRÍO TODO. HIELO.
Mirame mamá. Los ojos tenían escarcha. ¿Estás llorando? ¿Mamá? Nunca te vi llorar. Pero los ojos seguían ahí, sumergidos, vidriosos y sin pestañear. Él sacó un pañuelo: para ella; no para él. Tomó la cabeza con cuidado entre sus manos y trató de secarle las lágrimas que le vio en el rostro pétreo. Después la sentó, y pacientemente le secó toda la cara. Así está mejor, mamá. Podés contarme porqué llorabas. ¿Qué te duele? Vos nunca me decías cuál era tu dolor. Yo nunca te dije cuál era el mío tampoco. ¿Querés que te cuente? El cuerpo se deslizó bruscamente hasta quedar otra vez por completo bajo el agua. Gritó durante largos minutos, sin parar, hasta que sintió que la garganta se le deshacía. Después se calmó. El agua quieta. Su madre quieta.
Los ojos quietos.
Silencio profundo, nocturno.
Oscuridad.
Cuando ya no pudo ver bien el cuerpo, el pelo ligeramente ondulado bajo el agua cristalina, advirtió que había pasado mucho tiempo allí, y tuvo hambre. Encendió la luz, y cerró un poco la puerta, porque quería un momento íntimo, y porque le pareció que así haría menos frío. Pero no. Tocó el agua: estaba helada. Nos vamos a congelar. Seguro te estás congelando. Abrió la canilla de agua bien caliente. El vapor trajo alivio. El agua corrió hasta que rebalsó la bañera e inundó la habitación.
El cuerpo flotaba.
Cerró el grifo.
¿Ya no podés sentir el calor, no? No estás ahí. Me dejaste solo. Estoy solo con eso que no sos vos. Con el cuerpo vacío ¿no? No estas ahí. ¿Alguna vez estuviste, mamá? ¿Y yo? ¿Yo estuve ahí, en tu cuerpo, en tu vientre ahora viejo?
¿muerto?
Por primera vez aceptó que ese era un cadáver. La piel estaba demasiado blanca y el rostro parecía esculpido por uno de esos excelentes artistas que copian muy bien las arrugas demostrando signos vitales, pero sobre la piedra. Era una perfecta escultura muerta. Una reproducción exacta de lo que había sido su madre. Pero no era. Se convenció de esto, y entonces lo atrapó una idea que lo entusiasmó: iba a abrir el cuerpo para ver qué tenía adentro, como si esta autopsia improvisada pudiera servirle para encontrar ahora lo que no había encontrado antes.
Caminó con cierto apuro hasta la cocina y buscó cuchillos afilados. Luego, volvió al baño y con dificultad sacó el cuerpo, hasta ponerlo por completo en el suelo también mojado. Allí le sacó el vestido, y lo primero que le miró fue la panza. Esto no te va a doler. Ya te lo hicieron una vez.
Realizó la primera incisión como si fuera un cirujano. Fue precisa y profunda. La sangre empezó a salir.
No sabía qué buscaba.
La vació de órganos. Una vez que terminó con la parte abdominal, continuó con el pecho. En ese momento lloró, pero otra vez se convenció de que su madre no estaba allí. Entonces siguió. La vació por completo.
No encontró nada.
Furioso le tomó la cabeza y mirándola a los ojos siempre blancos, le gritó: “¿en dónde? ¿en dónde?”. En ese instante la puerta se abrió. Su hermano lo encontró tirado junto al cuerpo. El habitáculo estaba frío, inundado por el agua y la sangre. Él, no dejaba de golpear la cabeza de su madre contra el azulejo, enceguecido en su acto demencial y de angustia, tomado por la tristeza como ningún otro ser humano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanto, te juro que se me erizo la piel, me gustan mucho los cuentos de este estilo, me atrapa leerlos... Mica