martes, 2 de octubre de 2007

Proceso

Ana viene del patio de atrás, y dice “murió el perro”. No lloro y no quiero ir a mirar. Camino hacia la ventana, corro el cortinado, después abro la persiana y afuera es un hermoso día de sol. Por ese romanticismo que oculto en mí, y que a veces aflora, me siento enojada: hubiera querido que lloviese, o que llueva, que el día este gris, que no haya color en la vereda. Pero el sol acaricia las cosas y también a un perro que juega en un charco de agua, tan feliz o tan perro, y a mi perro, toca en vano, cuerpo muerto que nunca sentirá su calor.
No quiero recordar. Abro la puerta. A nadie aviso que voy a salir, sólo voy a caminar un poco. Afuera me doy cuenta que mis ojos están raros, secos pero raros. La mirada no es triste, es áspera: se posa en algo y lo raspa. El auto duele, el árbol duele, el señor del puesto de diarios duele. Voy rayando todo a mi paso. Decido cerrar entonces los ojos, así no voy a lastimar a nadie y no me va a doler, pero adentro está mi perro. No lo vi muerto, pero lo imagino. Su lengua quieta, sus patas desparramadas a los lados de una panza escalofriantemente inmóvil. Me detengo en esa imagen, ingreso en la ensoñación y lo acaricio. Su temperatura aún es templada, lo que por un instante me hace dudar, pero es mentira. Para asegurarme, lo muevo un poco con mi pie izquierdo: muerto. Ahora sí, me agacho y quiero abrazarlo, pero entonces el animal se mueve y abre su bocota y quiere comerme. Grito. Abro los ojos. Estoy en una plaza. No quiero volver a cerrarlos. A la noche voy a tener miedo de dormir. Abro y cierro los ojos, pestañeo, pruebo a ver si todavía las cosas raspan. Se siente bien. Deseo retornar a mi casa, pero entonces ahora todo es agua. Todo chorrea. La casa amarilla chorrea, el pasto chorrea, la mujer con la bolsa de plástico chorrea. No puedo ver bien. Me siento en una esquina. El asfalto es agua, mis pies son agua. Con dificultad alcanzo a ver unos peces, lindos, pequeños, de muchos colores: los hay azules y verdes. Intento perseguirlos, pero van muy rápido. Camino haciendo equilibrio en el cordón de la vereda mojada, los acompaño unas cuadras más, pero se los traga un bocacalle. Uno de ellos sobrevive y va a parar contra un tumulto de cosas rotas, de basura, de gomas de auto, de cajas. Todo bajo el agua. El pez esquiva los obstáculos, pero más adelante choca contra el cadáver de un perro. Me detengo. Cierro los ojos para no ver. Espero. Intento con el mecanismo anterior para comprobar si funciona: pestañeo, vuelvo a abrir, pero ahora el agua es demasiada. Veo manchas, la mancha de algo quieto en el suelo, la de mis pies, la de la calle. Quiero volver a mi casa, aunque no sé si en este estado voy a poder. Resuelvo entonces sentarme junto a la mancha, imaginando que pertenece a mis recuerdos, y lloro, lloro mucho. Los ojos se van limpiando, tanto, que puedo ver que la mancha quieta no es más que ropa vieja. Siento alivio, aunque tristeza. Ya puedo regresar. Al llegar, le digo a Ana que estoy lista para el entierro.

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