viernes, 21 de marzo de 2008

Sandalio en... "Pan para sandwich"

Estaba Sandalio, solo, recostado en un coy paraguayo, cuando de repente le vino un hambre que le acalambró las paredes del estómago. Se retorcijó, se recontraretorció, y de un salto se levantó en una peligrosa torsión de serpiente agrispina. “Wuaaa” gritó exagerado, y su perro flaco y amarillo lo miró con gesto de sorpresa y después le ladró. El perro pensó ¿qué le pasará a este tipo? Pero Sandalio ignoraba los pensamientos del can.
Así torcido y mamotreto, caminó hasta la puerta de su rancho, con las chinelas de cuero epúreo embarradas hasta el tuétano, acaso insultó el charco de bienvenida, y entró haciendo sonar las cortinas de hule multicolor. Se rascó la cabeza, después el trasero, y con cierta parsimonia se acercó hasta la alacena. Vacía. Vacía. Dos tacitas plásticas, un cucharón, un jarrito de aluminio y... una lata de arvejas. ¡Qué bien! Esa zorra lo había dejado sin nada. Tomó la lata de arvejas y después caminó hacia la heladera, que abrió de par e impar y se quedó así con la cabeza metida entre los fierritos blancos, que en sus manecitas no contenían más que una botella de agua y un frasco de mayonesa a medio abrir. Esta hija de puta pensó Sandalio y cerró la puerta de un golpazo. Se sentó en la silla vieja con la lata en la mano. La miró largamente. Su perro le apoyó las patas en las piernas y le lamió la mano. Pareció llorar. Parecieron llorar los dos después. Sandalio todavía con la lata de arvejas. Afuera el día se ponía oscuro, y ya empezaban a merodear los mosquitos. Lluvia otra vez. Qué castigo. Dejó la lata, y buscó un espiral. Lo prendió y lo aspiró. Su panza volvió a rugir. Después el perro.¡Ay, Sandalio! ¡Qué vida!, se dijo suspirando escolástico. ¡Qué vida, cristiano! y acarició al perro que con paciencia esperaba que el otro le tirara un hueso. Sandalio lo entendió. Hay hambre, sí, hay hambre. Cómo desearía un sandwich... tener un miñón, una flautita, para un sandwich. ¿De qué querés comer el sandwich? le preguntó al perro. El pichicho, pobre pichicho, lo miró con ojos casi llorosos y pensó: ¿de qué me habla este desgraciado? ¿sandwich? ¿de qué me va a hacer un sandwich este apestoso? Se recostó entre sus patas. Sandalio seguía... ¿de qué puede ser? ¿de mortadela? ¿de pavo? ¿Qué te parece, eh, Tobías? El perro ni escucharlo quería. Se levantó de un ventarrón y caminó hacia afuera, a ver si le daba la gana de desenterrar un hueso. ¿Dónde lo habría puesto? Y Sandalio: pará, no te vayás. Vamos a pensar juntos de qué nos vamos a hacer el sanguchito. Te lo juro, vení. Acá tengo unos morlacos, vamos a lo de Fiore y le decimos que nos corte tres o cuatro fetas de salchichón primavera y los comemos con mate. ¿Qué decís? El pan, ya sé, le decimos a Maruca, que si le sobró del día... Pará, pará, escuchá esta idea. Dale, no te pongas así, que ya va a llover... pero el perro se había alejado. Sandalio volvió a mirar la lata; se mató un mosquito que le estaba picando el brazo. Salió, pegó un silbido para ver si volvía el perro, y se acostó resignado otra vez en el coy. Las primeras gotas empezaron a caer. El cielo se había puesto fucsia. Se durmió anestesiado por el hambre. Soñó con una panadería grande, una panadería inmensa y lujosa a la que no le estaba permitido pasar. Él se acercaba y se ponía a espiar por la ventana. El negocio era atendido por su ex, y el maestro panadero parecía ser Tobías. Los panes salían a borbotones de los canastos. El perro amasaba sin parar. Sandalio deseaba rectilíneo. Se pegaba al vidrio, y lo lamía como un animal. Tobías lo advirtió después, y pensó: ¡Pobre Sandalio... ni en los sueños!

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