miércoles, 17 de junio de 2009

La ventana del dentista


de la casa del dentista, no de la boca del dentista que es una ventana de su cuerpo, sino que es la ventana de su consultorio que es ventana de su consultorio.
Con la boca abierta, metal caliente, olor a alcohol y diente quemado; sumida a su mano, a su terrible y siniestra mano (dedos amarillos anicotinados, piel reseca de lagarto) miro por la ventana mientras me manipula de aquí y de allá, haciendo espacio a los costados, los labios abiertos, globo rojo que se inlfla y algo que me introduce, algo suave y abultado, como fórceps para abrirme las pequeñas fauces. Quijada de vaca flaca, de ternerito asustado. Mandíbula casi descolocada. La cara al límite de su deformación, líneas que se deshacen.
De los ojos saltan lágrimas, que me empañan la visión por momentos, pero cuando veo, con la mirada fija hacia la cortina que bailotea con el viento, de pronto aparece un reno, y después una señora con perrito, y más tarde una carreta repleta de zapallos rojos que caen por su peso y parece que se aplastan. Nada es extraño allí. Son cosas que se pueden ver mientras el dentista trabaja. De pronto un sillón verde muy mullido y de terciopelo, y un hombre que se sienta y lee un libro, y ahí se queda, también mirándome. El profesional me pide entonces que eleve un poco el mentón, de modo que estiro el cuello como un cisne, y ahí quedo, de frente al techo, y tal vez me pierda las morisquetas que mi divertido personaje me regalaba mientras estaba del otro lado del cristal. Me incomodo. No tanto por los movimientos bruscos que el curador de pequeños huesos me hace, sino por haber perdido la conexión con el barbudo de verde. Ahora hacia la pared izquierda, y algo que quema, mientras la baba se acumula en el foso de mi teatro. Siento que no puedo mantenerme más tiempo inmóvil en esa posición. Lo he perdido. Lo he perdido y me da bronca. El dentista me manipula como un títere. A lo mejor disfrute trabajando adentro mío, como si mi boca fuera el capó de un auto. Tijeras, tornos, agujas. Líquidos violetas. Olor a plástico derretido. Mi dentadura está sufriendo una transformación extraña. Todo falso. Mi sonrisa ya no será la misma.
Toma mi cabeza. La incorpora. La ubica otra vez en su eje. El hombre sillón ya no está. ¡Tan sola me siento!. Un buche y escupir medicamento. Dientes lustrados, piezas de piano. El hombre no está. Muerdo algo. El dentista se va. Me deja sola y otra vez me siento sola. Por la ventana veo ahora un carrito con rulemanes, dos muñecas embarradas, un funeral.
Salgo. En la sala de espera, otro paciente parece guiñarme un ojo. Firmo algo. Doy la vuelta. Tomo el picaporte. Escucho: ¿lo has visto?
Lo he visto. Cada viernes lo veo. Y por eso regreso.

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