jueves, 15 de octubre de 2009

Quien me invade

Cuando ya no tuvieron lugar en la casa, se metieron en mi cuerpo. No miento. Lo hicieron. Yo sentí un cosquilleo en mi boca y me pareció que estaban entrando. Después me toqué suavemente el labio, y efectivamente noté una protuberancia y sentí movimiento. Y después, miedo. Ya estaban allí, y yo estaba allí, y mi casa infectada también estaba allí, infectada.
Miré a través de la ventana, y me pareció que afuera hacía frío y estaba peor. Afuera estaba peor que yo. Se veían partículas, verdaderos ejércitos de partículas que circulaban las cosas, las circulaban, las caminaban, las penetraban después. Los árboles, las otras plantas, las ovejas y los objetos como las sillas de madera y las mesas del jardín. Todo estaba afectado por una inevitable putrefacción. Yo miraba resignada, y veía como el mundo, tan frágil ahora, desaparecía lentamente bajo la voracidad de las minúsculas bestias.
De pronto, empecé a moverme involuntariamente. Las vi entonces en los cordones de mis zapatos, manipulándome, trepándome. Sentí hinchados mis tobillos, y advertí que ya me estaban haciendo nido allí. Traté de mantener la calma y de no rascarme.
Con cuidado, caminé hasta la cocina (acaso me llevaron ellas) y de un cajón saqué un cuchillo afilado. Me senté, y con delicada paciencia, aunque con dolor agudo, empecé a levantarme lentamente la piel de los pies. Efectivamente allí estaban. Había verdaderas colonias en cada uno de ellos. Me roían los huesos, y mordisqueaban mis venas con tesón, como si fueran pequeñas ratas devastando cañerías. Yo raspaba y hacía intentos vanos por desprenderlas, pero la tarea se dificultaba porque de tanto escarbar, todo se volvía un desastre entre la sangre y las costras.
Luego de unas horas de lucha desigual, me vi con los pies ensangrentados dentro de una olla, a la que puse agua y sal gruesa… remedio casero: ¿qué otra cosa podía hacer? Llorar. Llorar y resignarme. En un momento lo comprendí: sentí que no tenía salida. Nadie podía venir a ayudarme y yo no podía salir. Me dejaría morir. La idea cobraría fuerza más tarde.
Me acordé del labio. Lo tenía muy hinchado. Tendría que hurgar también allí. Así que cuando olvidé el dolor de los pies –que con seguridad perdería, como en el mejor caso de gangrena- comencé con la operación de la boca. No tenía espejo para mirarme, así que lo hice todo guiándome por las sensaciones. Metía una pinza donde me parecía que podían estar y así fue que al cabo de un rato, me hice un gran agujero que deformó mi cara. Por suerte no habían llegado a los dientes.
Los pies volvieron a arderme. Me arrastré como pude hasta la heladera y me eché mucho hielo. También en la cara.
La noche empezó a caer, al igual que yo, pero temía dormirme, porque por la radio había escuchado que ya había casos de invasión ocular. Y eso podía ser lo peor, ya que ciega y sola, estaría acabada, aunque después de un rato, repasando toda la situación y viéndome abierta en varias partes del cuerpo, la idea de la muerte volvió a tomar mis pensamientos. El pasado había quedado muy atrás y el horizonte… ya lo mostraba mi ventana. El presente era la devastación y era absurdo que sobreviviera. Esto no se iba a detener, así que tendría que rendirme antes. Miré a mi alrededor, al techo, a la ventana y otra vez al techo. Y no se me ocurría mejor idea. Entonces decidí que lo haría lentamente y por partes, para hacer más entretenidas las últimas horas de mi último día.
Empezaría con los miembros inferiores, ya que de los pies no quedaba casi nada. Algo de anatomía sabía, y me entusiasmó la idea de quebrarme por las articulaciones, como tantas veces lo había hecho con pollos. Pronto junté diversas herramientas y cuchillos de distintos tamaños, afiladísimos, que me gustaba coleccionar. Mucho hielo en palangana, agujas, gasas y alcohol de quemar.
El desguace de mi cuerpo empezó a las diez de la noche. Primero fueron las rodillas, pero después tuve miedo (y la verdad es que no se me ocurría cómo) desarmarme la cadera.
Algo inesperado ocurrió entonces: golpearon a mi puerta. La verdad es que en un momento me pareció una alucinación, ya que estaba medio atontada por el dolor y el olor a sangre. Por su puesto no atendí. Pero llamaron incesantemente, y como no respondía, ese alguien se acercó por mi ventana y supongo que se horrorizó al verme mutilada y rodeada de cuchillos.

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