martes, 18 de marzo de 2008

Un lugar de por acá

De afuera parecía un lugar muy pequeño: la puertecita que invitaba a entrar, era graciosa por su diminuto picaporte tallado en madera, y por su tamaño, hacía pensar en un reducido espacio hacia adentro. Tan chiquita era la puerta, que tuve que agacharme para poder pasar.Del otro lado todo era diferente a lo que había imaginado. No sé... quizás por los detalles de construcción de la tienda había pensado que el sitio sería más acogedor, más cálido, con olor a abuela y a pan recién horneado... no sé porqué pensé eso. Qué idiota. El lugar era horrible. De la humedad que había no se podía respirar, y aunque el local era más grande de lo que pensé, estaba abarrotado de cosas que invadían el paso como plantas salvajes. Lanas, hilos de colores, cintas, y agujas salían a borbotones de las cajas y los estantes. Eso era verdadera contaminación visual. Y también había de la otra, de la olfativa, porque el olor a perfume de vieja y a naftalina de ropa recién rescatada de un ropero, provocaba náuseas, aunque el efecto más devastador provenía de los personajes que allí habitaban. Sí, es importante decirlo, porque aunque áquel fuera un comercio, y uno pudiera pensar que como tal, la gente va y viene, puedo asegurar que estos seres moraban allí, es decir, constituían parte del paisaje, le daban sentido, lo resignificaban. Yo era la extraña, yo no era habitué, ni huésped ni familia. Yo era una forastera, una extranjera, una intrusa, que no era parte de su mundo (ni lo sería) y que había entrado allí por error. Ahora tenía que ver lo que tenía que ver.Había cuatro o cinco vendedoras-viejas-gordas-anticuadas que caminaban de aquí para allí con paso lento y parsimonioso y sonreían levemente cuando concretaban una venta o encontraban una tela nueva. Hablaban un léxico raro pero preciso, y se entendían perfectamente con sus clientes de siempre. Entre corte y corte, había espacio para contar un chimento y espirar alguna queja, o lo que es peor, para hacer catarsis por alguna dolencia o pariente enfermo.
Yo escuchaba.
Por un buen rato, creo no haber sido vista, y esto me permitió observar las características que ahora estoy relatando. Al principio fui un espectador privilegiado, y lo que antes me había parecido inquietante, poco a poco fue volviéndose siniestro. A mi lado (en todos los rincones, metidas entre los objetos) había señoras mayores de edad con vestidos pasados de moda y maquillaje excesivo que chorreaba de sus rostros como pintura arruinada por el agua. Hacían gestos exagerados que denotaban aún más las arrugas y la piel suelta como sobrando. Por lo que oí de sus voces chillonas-ajadas-cascadas, las conversaciones giraban en torno a temas triviales con un fuerte acento en la denuncia, la soledad y la envidia, el todo tiempo pasado que fue mejor y unos modelitos nuevos copiados de la revista Tejidos nº 23.
El murmullo era insoportable. Lastimaba los oídos. Daban ganas de salir corriendo de allí. Todo era asfixiante. Los sentidos ya empezaban a perturbarse.
Yo me descomponía.
El tiempo no pasaba nunca. La gente parecía no tener apuro, y deambulaba con lentitud entre los mostradores, en actitud de cóctel, un cóctel de té con masas y música rayada de fonola, al que no había sido invitada. Alguien lo advirtió y me señaló desde lejos. Me puse nerviosa. Vi que otras empezaban a hacer lo mismo, entonces ya sentí incomodidad. Una mujer bajita y decrépita, que apareció como de la nada, se acercó hasta mí y preguntó si necesitaba algo. Hubo silencio. Las otras callaron por fin, detuvieron sus movimientos y clavaron su mirada débil en mi cuerpo.Respondí tontamente que buscaba unos botones dorados, pero que podía volver en otro momento. Quise escapar, pues sentí agobio y algo de miedo, todavía sin saber muy bien porqué. “No, no”, respondió la viejita con excesiva amabilidad. “Quédese”, y me agarró del brazo, casi obligándome. Insistí en que volvería más tarde, pero entonces una gorda tuerta que venía caminando con bastón desde el fondo del local, empezó a gritar, y por un momento dejé de ser el centro de atención. La tuerta venía arrastrando a una nena renga que parecía ser su nieta, y a un hombre down (el único hombre) que amenazaba con bajarse los pantalones. Irrumpieron en la escena peléandose y haciendo un escándalo que causó indignación y desprecio entre la clientela. Entonces una mujer morsa de unos sesenta años -quizás la más joven del lugar después la niña y yo- emergió de detrás de un mostrador secundada por otra igual a ella, y juntas se dirigieron hasta la tuerta y le dijeron algo al oído. Me pareció que la intimidaban. Después me di cuenta de que la habían echado, a ella y a su familia, que se fue sospechosamente por una puerta trasera acompañada por la gemela de la morsa. Para ese momento la escena me sonó preparada, sentí que esos personajes habían sido puesto como para enseñarme algo, como para darme una lección.
Entonces se acordaron de mí.
La viejita decrépita miró a la mujer morsa como buscándola y la mujer morsa vino hasta mí. Me preguntó en tono inquisidor quién me había dado la dirección del local. Traté de explicar que había llegado ahí confundida, pero no me creyó. Sentí que las otras coreaban la pregunta “¿Quién?”, y de repente escuché esta palabra como un rezo que pedía por favor una respuesta. Nadie. Quién. Nadie. Quién. Exhausta, señalé a una señora al azar. Ella tenía puesto un sombrero con un mono de peluche azul que me había llamado la atención desde el principio. Dije con firmeza: “La señora del mono azul”, entonces las miradas se volvieron hacia ella. La señora apenas pudo defenderse de la acusación, pues en seguida se vio rodeada de otras cuantas que comenzaron a pincharla con agujas de tejer crochet nº 3, como castigo. El sombrero cayó al suelo. A la señora no la volví a ver. Me sentí responsable, pero tenía que decir algo. La morsa volvió a atacar: “¿Y a qué vino?” Volví a responder lo de los botones dorados, pero el clima se ponía cada vez más denso. Nadie me creyó. “¿A qué?” Había que volver a pensar en la pobre señora del mono azul. Como soy muy suspicaz ya había advertido que esa gente formaba parte de alguna especie de secta de la tercera edad y que yo no tenía que estar ahí. Me disculpé. Dije algo así como que la señora del mono azul era mi vecina y que un día había mencionado el lugar como al pasar, y que yo sentí curiosidad... pero el relato no fue convincente y pronto las tuve encima como en la escena anterior las había tenido la señora del mono azul. Me golpearon fuertemente con sus zapatos puntiagudos y me pidieron que me fuera por donde había venido. En ese momento sentí alivio, pues pensé que esto por fin había acabado, pero entonces una octogenaria de batón de plush violeta me impuso un nuevo castigo: me obligó a punta de tijera a estirar los brazos, y sacando una gran madeja de lana amarilla, empezó a desovillarla usándome como carretel humano. Las otras volvieron a sus antiguas posiciones. Yo lloraba inmóvil con los brazos acalambrados estirados hacia la vieja. No sé cuánto estuve ahí. Sé que me desmayé y que no recuerdo más.Sólo después de un tiempo de regresar a casa, comencé a tener flashes de aquel día fatídico. En mi ropa quedó impregnado un olor a humedad y a perfume dulce de violetas que todavía despierta sensaciones de mucha angustia. Ese olor me hace pensar que fue verdad, que no lo soñé, que estuve ahí. No sé cómo ni porqué pero estuve ahí. Pudo haber sido a la vuelta de mi casa o en un sitio lejano. No importa ya. No quiero volver, pero tengo miedo porque sé que dentro de muchos años pasará lo inevitable.


(2006)

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