
Arriba, algo se chamuscaba. Una atmósfera rojiza se alcanzaba a vislumbrar. Abajo la tierra estaba ya resquebrajada y seca, pero la tierra quedaba lejos y estaba seca. “No topo, no vamos a volver a bajar. Hacia el infierno que está en el cielo, como ícaro al sol, hasta allí vamos a ir.” Enceguecida hacia arriba, hacia el fuego en lo alto de la cúpula, la bailarina danzó como una polilla vieja, se machucó alitas y expidió un hedor putrefacto.
El olor a incendio invadía ahora todos los espacios. Humo de cuadros quemados, de trajes y caretas de cartapesta, descendía por los peldaños acuarelando paredes y recuerdos con brillo de purpurina. La bailarina respiraba hondo y se henchía, hasta quedársele violeta los ojos. Pero siguió subiendo.
El calor era sofocante, un dulce calor sin embargo, el de saberse salvada por el fuego. Algunos gritos mudos en los pisos más bajos; y en el ático, una oscura, espesa y encendida libertad.
Hacia el sol como ícaro.
La bailarina apoyó sus delicados pies en media punta. Acarició el último escalón que ya quería desmoronarse, y soltó lo que traía entre las piernas. Las telas encendieron llamas. Comenzaron a calcinarla despacio desde las medias. Como una muñeca de cera, hermosa y delicada, se derritió deliciosa entre llamas perpendiculares verdeazulinas. Lo último que alcanzó a ver fue un agujero en el techo, un agujero que dejaba apreciar un cielo azul y límpido, donde un pájaro desplegó sus alas, llevando entre sus patas algo verde, como unas algas, pero más verdaderas, más frescas y más livianas.
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