miércoles, 10 de marzo de 2010

Dejalo pasar

Aquellas eran noches en que las estrellas bajaban más livianas. Estallaban en los mares cercanos, se rompían de cálidas.
Y nosotros ahí, observando inmóviles desde nuestro balcón, con la impotencia de que quien presencia un saqueo deleznable. Así, se nos iba vaciando el cielo, y la noche se volvía más oscura, y nosotros más solos.
Las hojas se desprendían de los árboles (eso en todos los otoños) pero ahora los árboles se desprendían de la tierra, se arrancaban de cuajo dejando verdaderos agujeros en el suelo y en nuestro corazón.
Los árboles no morían de pie: morían derribados.
Eran días en donde todo marchaba confuso, en donde todo moría tristemente deshilachado a pesar de las congojas.
Nos habíamos vuelto inútiles y vulnerables. Nos hacíamos cómplices del devastamiento con tanta inacción. Que se lo lleven, que se destruya, que nos devoren.
Poco a poco nos íbamos quedando sin nada.
Pero esa noche, María Estela me agarró fuerte la mano, y sentí en ese apretón que algo se había puesto verdaderamente feo. Sus ojos verdes lagrimeaban, y yo tampoco (¿para qué hacerme el duro?) podía contener la angustia que me embargaba.
Nos quedamos en silencio. No teníamos palabras (no teníamos que usarlas). Había que actuar. Quería sacarla de allí, llevarla a otro sitio, pensar.
¿Qué podíamos hacer ahora?
El mundo se desmoronaba. Negarlo era alimentar la necedad
Nos vamos/bajamos/corremos
Y de repente éramos dos locos corriendo por las calles cubiertas de hielo, con los cuerpos entumecidos, no tanto por el frío, sino por el dolor.
“¡Vamos María Estela!, no te detengas” decía casi sin aliento mientras me dirigía enceguecido hacia donde habíamos visto que se caían las estrellas. ¡Vamos, no te detengas! Y entonces ella corría, pobrecita, atrás de mí, sin saber muy bien lo que me proponía.
La noche nos encerraba, era obvio, pero no teníamos más miedo que por el cielo.
Cuando llegamos al límite del pueblo, adonde comenzaba el campo ahora estéril, María Estela dejó escapar un “¡Oh!” que me contagió. Allí empezaba la nada. Un abismo presagiado, el paisaje presentido. Se nos volvía real aquello que imaginábamos.
Dejalo, me decía María Estela. Ya no hay nada más que hacer.
Los dos quedamos largo rato ahí, inmóviles, viendo como el mundo se deshacía a nuestros pies, nos tragaba, nos consumía.
Vamos, me dijo María Estela.
Pero no llegué a correr.

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