jueves, 25 de marzo de 2010

Interpérrito


Su vida era un entramado de ladridos, y esto se le había vuelto en extremo complicado: en la oreja número uno, la que se ubicaba correctamente al lado del lóbulo izquierdo, se le había alojado un pequeño can, un Fox Terrier, que no lo dejaba dormir ni de día, ni de noche. Más tarde, un segundo animal -esta vez un irreverente Caniche Toy- vino a instalársele en la oreja número dos, la que se ubicaba en el otro hemisferio, el derecho, justo arriba de donde se encontraba la tercera oreja, por ahora deshabitada.

Dos semanas estuvo viviendo así, con tan peculiares huéspedes, hasta que un día, cansado de los ladridos que se amplificaban beneficiados por la fisonomía de sus cavidades, decidió llevarlos al campo. Allí se despojaría de ellos: buscaría en la estancia o el establo, algún otro ser con orejas lo suficientemente amplias para alojar a estos bichos, que se sabe, son amantes de los lugares cálidos.

Él sabía que poseía unas orejas ostentosas, suaves y mullidas, que podrían resultar peligrosas. Ya en otra oportunidad se lo habían advertido: “Usá protección” –le había dicho un amigo- “gorros o pasamontañas, pues esas entradas a tus cuevas auditivas, no están bien protegidas. No es bueno andar presumiendo en estos tiempos tan inseguros. Tus orejotas son una tentación”

Ahora recordaba esas palabras, y se lamentaba por no haber hecho caso a tan sabio consejo, que en su momento desechó por considerarlo malicioso (el amigo que profesó las palabras, sólo poseía una sola oreja pequeña, donde debería estar la nariz, y para colmo en forma de cono) Comprendía tarde que lo había prejuzgado y era momento de encontrar una solución. Además, tenía que reconocer que, dentro de todo, la suya no era una situación tan grave, ya que sus moradores, al menos, eran simpáticos perros.

“Muy simpáticos, pero así no quiero vivir -se dijo. Quiero mis orejas deshabitadas, y limpias” Así que subió a su camioneta, y manejó durante horas hacia donde tenía pergeñado un plan para deshacerse por fin de las indeseables mascotas.

Bajó pesado y caminó casi arrastrándose hacia el corral, donde recordaba, su abuelo criaba un mastodonte. Lo vio dormir apaciblemente junto a una mata de pasto, y se alegró de que todavía lo conservaran. “Es perfecto”, pensó. Se sacudió suavemente hacia los costados, como para despertar a los perros, y luego los invitó a respirar aire puro. Los animales se entusiasmaron. Descendieron divertidos, casi al mismo tiempo, y entonces él sintió el alivio de saberse otra vez dueño de su cuerpo. Los perros corretearon, dieron volteretas de alegría. Él aprovechó entonces para cubrirse las orejas y abrirle, casi al mismo tiempo, los pliegos al mastodonte.

Subió a la camioneta, y dio un portazo que alertó a los perros. Arrancó apresurado. Los canes lo persiguieron con tristeza. Por el retrovisor los siguió con la mirada, y al ver que los bichos ingresaban al mastodonte, se quedó tranquilo. El sol se escondía en el horizonte y la imagen le provocó una angustia que no conocía. Era nostalgia.

El silencio ahora subrayaba su soledad.

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