miércoles, 28 de abril de 2010

Un camino equivocado

Se tomó el bus de Edipo Rey, el que lo dejaba justo en la esquina de la casa de su madre. Cuando llegó, se dio cuenta que estaba casado con ella y se odió por eso. Antes de entrar en la casa, se le ocurrió que debía golpear la puerta tres veces, y dejó su pesada mochila en la puerta, al lado de la cucha del perro.

La puerta se abrió despacio, y entonces advirtió que la casa estaba abierta, y esto le dio miedo. No quiso entrar, pero lo hizo. No quiso mirar, pero miró. El cuerpo de su madre muerta yacía en un sillón de pana amarillo. La cabeza colgaba hacia atrás, y de la mano colgaba un racimo de uvas putrefactas, y de la boca de él (del hijo) colgaba un hilo de baba, y un sin fin de palabras que fueron cayendo silenciosas por el pecho frío del cadáver.

Pensó: “no debí tomarme ese autobús”, y después pensó: “no debí cortar aquellas flores”, y después: “no debí nacer”. Alguna cadena misteriosa de sentido relacionaba de un modo misterioso aquellas fortuitas acciones.

“No debí, no debí”. Pero allí estaba.

Miró hacia la ventana que daba al jardín (un poco para olvidarse del dolor de la pérdida) y encontró a su triciclo desarmado y oxidado por la lluvia. Fue a buscarlo. Al montarlo, se desmoronó en varias partes. Vio unas hormigas gigantes debajo de las ruedas, y entonces olvidó al triciclo. Las ramas de un árbol inmenso y violeta asomaban más allá, en el fondo lindero con la casa del vecino. Y la imagen también le provocó pánico. Algún recuerdo extraño. La sensación de soledad de una tarde de lluvia.

“Mi madre”, volvió a pensar. Y quiso regresar, pero ahora la casa estaba cerrada. Cerrada y clausurada. Tapiadas las ventanas y las puertas, y su madre adentro, literalmente ya sepultada.

Con sus uñas intentó liberarla. Dio puñetazos y patadas, pero las aberturas parecían bloques de una muralla fuerte y vieja. Del otro lado, el jardín se marchitaba. Sólo resplandecía aquel árbol violeta, pero no se animó a seguir.

Comprendió algo. Algo profundo y oscuro. Comprendió a la muerte. Añoró tardes en bicicleta, pasear con el perro que hacía rato había abandonado… su mochila y madre del otro lado, la salida imposible y lejana… aquel bus que lo llevara otra vez al presente ahora incierto, pero tangible.

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