miércoles, 10 de noviembre de 2010

Tres palomas

Nunca me gustaron las palomas. Me dan asco las palomas. Odio a las palomas (sobre todo a las grises y gordas) Son apestosas. Son estúpidas. Son repugnantes. Tienen los ojos inmóviles, como de vidrio y ese andar parpadeante y torpe, que volvería loco a cualquiera.

Sus patas de goma gastada y callosa se mueven histéricas en el barro o en las plazas, y su gorgojeo glo glo Glup me revuelve las tripas. Sin embargo… sin embargo… ayer iba por el parque y entre el tumulto de pies disonantes, vi rota y sola a una paloma que me dio lástima. La infeliz estaba quebrada y se arrastraba apenas allá abajo tan abajo, sin ser vista por ningún alma.

La imagen me conmovió hasta las lágrimas. Sentí su sufrimiento y me compadecí, pero fui incapaz de hacer nada.

Curiosamente, por la tarde, en otro lugar de la ciudad, me topé con otra paloma, pero ya muerta y reventada, y sin querer (lo juro: sin querer) le pisé la cabeza con mi bicicleta.

Esta mañana, en la esquina de mi casa, un policía y dos señoras conversaban ávidamente. Otros vecinos miraban de reojo. En el piso, arrugada y seca, una anciana yacía en tres partes. Alitas rotas, mirada gris.

Saqué la basura y cerré la puerta.

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