viernes, 27 de mayo de 2011

De la misma calaña

Pero la anaquela no aparecía, no aparecía, y Leiva ya empezaba a ponerse nervioso. Dos ventanas se cerraron y el rasguño de una guitarra hizo soñar a alguien allá a lo lejos, y un batir de manos lo coronó.
La anaquela, la anaquela, repetía incesante, mientras Martínez presintiendo el fango, cerró el boliche y rebuznó.
La chamusca ya comenzaba a ponerse tiesa, y eran dos que relinchaban entre ajetreados y encolumbrados, haciendo curdear fino a parásitos de la madera.
La torta no se repartió, y la noche iba poniéndose chiquita, empequeñecía como un poroto en almidón, como un poroto húmedo de germinación escolar atrapado en un frasquito de vidrio.

El alcohol sudó en las paredes.

Murmuraciones de bocazas de dientes flojos y descuidados, se deslizaron como reguero de pólvora por debajo de zapatos mal lustrados y bancos de quebracho rojo.
Dos pájaros brabucones piaron, y una persiana más, cayó como guillotina.

La guitarra enmudeció.

Un rumor pasó liviano, estivó las cosas, y Martínez, con un ojo cerrado y el otro a media asta, pergeñó un discurso que agobió  a la muchachada.
La anaquela seguía sin aparecer, y el ambiente se caldeaba.

La sopa llegó a su punto máximo de ebullición.

“De aquí no sale naides”, sentenció un bozarrón avinagrado, y tres silencios se juntaron en un ciempiés que se enroscó.

“Somos ignorantes de la anaquela”, se artevió a decir un alma pura, y un revés de castaña, afianzó a un perro manso que quiso pasarse de la raya.

Los curiosos se amontonaron, y Leiva corcoveó. Miró a los tontos de reojo, y con furia contenida se amasijó contra la barra, dejando el cachete fláccido mientras vaciaba a sorbos una copita dulce y fermentada.

De entre las penumbras rugió una voz: “No le echés la culpa a la gente. La anaquela te dejó”, y entonces fue un revuelo dispar, en que las botellas tintinearon, sillas viejas se quebraron y sombreros se ladearon, consecuencia de aquel vendaval.

            Que la anaquela había sido vista ayer, apostó uno, y otro habló de un andén y uno más completó con un boleto hacia “El paraje”. Y así, un tapiz de colores desteñidos se fue entretejiendo simple, con la paciencia de una abuela, amainando a Leiva y divirtiendo a los caireles, que entretenidos fueron empujando las agujas del reloj hasta el amanecer. Luego, cada uno marchó como pudo, cada uno a su cueva, a su refugio, menos Leiva, menos Leiva, que quedó disminuido, suspendido, atrapado en el recuerdo de su anaquela, que lo había dejado, y que ahora le producía una nostalgia inmensa. Como un tango, se decía. Como un tango amargo que ronroneo en la garganta.
Martínez le palmeó la espalda.
“Ya va a volver”.

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