sábado, 22 de octubre de 2011

La consagración


Amarilla, macilenta, esteparia, se movía entre la hojarasca como reptando. Era como una musgosidad, como una yema de huevo con vida, aspirando de una bocanada toda la oscuridad fresca de los pinos incólumes.
          Allá abajo, violenta, absorbiendo ramitas, hormigas y chinches, lentejuelas. Lo abrazaba todo con su pollera liviana, con su amarillosidad de sol calcinante. Caliente, en ebullición, ella iba avanzando ociosa, bella reina indiscutible, hacia su destino grabado en el puente.
                   El puente, una estructura monstruosa con miles de brazos herrosos, errantes, se erigía en aquel paisaje como un tótem al que se estaba obligado venerar.
                                                                                Allí llegó, a su orilla, y dos piecitos fugaces se animaron a cruzarlo sin desviar la mirada hacia el río, que metros más abajo, se deslizaba vehemente entre rocas y pedegrullos peregrinos de cientos de siglos de antigüedad.
El puente, una posibilidad.
                                          Y del otro lado.
                                                                   Una realidad nueva, primigenia, virgen. Enormes troncos finos como cuellos de cigüeñas buscando al sol, buscando al sol.
Aroma a zarzamoras, a violetas, a ligustros. Y un suelo cinzano sembrado de espinillos y sabia y resinas transparentes.  
                 La luz no lograba penetrar homogénea en aquella espesura, pero cuando aparecía se agradecía, y ella supo aprovecharla.
En un momento se detuvo, estacionó, petrificose. Como un reloj que se queda sin cuerda, aguardó muda en la hora señalada escuchando solamente el latido de su corazón.
El sol se fue entibiando hasta oscurecer todas las hojas, y así, bajo las primeras estrellas, se desplegó gloriosa dorando la piedra adonde había decidido  inmortalizar.
Dos grillos cantaron, un insecto chilló y en una azulidad oleaginosa, se puso a recitar palabras que trastabillaron por el frío. 
                   Alguna letra se congeló y dejó estela; algún sonido seco quedó revoloteando en el aire.
                                                           Ahora a esperar, esperáme.
El puente otra vez tembló. Alguien lo cruzó desde el lado contrario. Unos pasos huecos, tomp-tomp, revolucionaron la quietud.
                         Él, tan negro, tan rígido, rutilante, avanzó como martillo, y antes de dar el golpe, la contempló entre esmeraldas. Era de una soledad que enamoraba. La encontró así, ancha y expandida, espolvoreada de azúcar y sutil hasta la transparencia.
Qué hermosa, pensó una y otra vez. Y me espera.
Me espera. Qué hermosa. Una y otra vez.
                                                    La ventisca vino desde atrás, con fuerza extraordinaria el vendaval.
                                   Desde abajo y desde arriba el aplastamiento. Una fusión gloriosa, única y devastadora.           
        Como desenlace, una mancha.
Amarilla, macilenta, esteparia.
                                                           Una profundidad, un deshacerse para multiplicarse,    
                                                                                                                                       y morir.

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