sábado, 14 de diciembre de 2013

Por ellas

Y era espantoso, venían de a miles por todos lados. Yo estaba triste, no hacía más que pegarles con un palo que se llenaba de sangre, que me raspaba las manos, que me enrojecía, que me dejaba tan sola ahí en medio, luchando contra ellas, contra la nada, contra mí.
Una vuelta y sus hocicos.
Otra vuelta y sus patas.
Mis ojos llenos de terror.
                                       Se me caían las lágrimas.
                                       Se me rajaba el vestido.
                                                                            Me picoteaban.
                                                                                      Me llenaban de golpes.

Me duelen las piernas, la cabeza, el corazón.

Pará no pienses, dejá de pensar. Peinate.

Agarro un cepillo y lo deslizo por mi larga cabellera con dulzura. Tengo las manos heridas, así que lo hago muy despacio. Las yemas desgarradas, me cuelga la piel. Tranquilizate.

Sí. Respiro. Hay un momento de paz un silencio o estoy aturdida o me quedo sorda o no quiero oír ese silencio espantoso de la soledad.
                                                                          Hay silencio, y están cerradas las ventanas. Están afuera. Ya no van a venir.

Me voy a sentar a tomar un té de manzanilla. No te rasques.

Mejor me ato las manos o me sofoco es lo mismo. O escribo.

Voy a pensar en vos. O me sofoco. O me ato las manos. O pienso.
                                                                                                          

Otra vez. Van a venir. En enjambre van a venir. Es horroroso. El aire se violenta, golpea las ventanas, me sacude.

Comer fruta. Eso me va a salvar.

A ver. Silencio.

Y había silencio. Fue un momento, un momento bello, fresco. Una luna amarilla entraba por la ventana. Una luna anaranjada, que en vez de ascender, caía a pedazos. (Sin dudas, algo malo).

Arremetieron otra vez. Fue peor. Yo ya no tenía fuerzas. Las esperaba, pero no tenía fuerzas y no tenía con qué luchar y no sabía cómo hacerles frente.

Y ¿qué? ¡Cuando parecía que ya no había salvación, miré mi brazo flaco y de refilón: algo negro sobresalía! Una pequeña puerta. Con un  pequeño picaporte.
Una pequeña puerta en mí.
                                           La abrí.
Fue irresistible.
Se metieron dentro una atrás de otra, como si fueran succionadas por una fuerza extraña.
Yo sólo sentí cosquillas.
Cerré la puerta.
Vendé mi brazo.
Abrí las ventanas.
Afuera la noche estaba oscurísima, un poco más que mis ojos ajados.
Terminé mi té de manzanilla y me puse a esperar

                                                                                a que el cuerpo me implosionara.

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